lunes, junio 30, 2008

Reseña de libro: Staurofila


Staurofila
Ma. Nestora Téllez Rendón
Editora Latino Americana


Lo bueno: Como novela de fantasía, es deliciosa; como parábola, tiene un sin fin de aplicaciones.

Lo malo: A veces la escritura destila demasiada miel.

Calificación: * * * *

A pesar de que cuento con muchas otras opciones, éste es el título del que echo mano cuando tengo que desmentir la tan común idea de que el género literario de fantasía heroica no existe en México: una novelita publicada por primera vez en 1889, contada y en cierto modo dictada por una mujer ciega de nacimiento; y que, según rumores, en algún momento se hizo famosa como lectura de señoras beatas y de aspirantes a monja. Se supone que en la actualidad es mucho menos conocida, pero a mí me consta que no se ha dejado de publicar y vender; algo tiene que continúa atrayendo, si bien de forma callada, a las generaciones por más de cien años.

Leí este libro, no muy convencida, por recomendación de una amiga de la preparatoria, que, para tentarme me prometió que en él encontraría dragones, épicas batallas, magia y prodigios. Staurofila no sólo cumplió lo prometido, sino que además lo complementó con hermosos y significativos pasajes, y un simbolismo que, a pesar de ser muy obvio, se presta a variadas y sutiles interpretaciones.

Como en las pasadas vacaciones de semana santa me puse a releerlo después de más de diez años que llevaba sin tocarlo, aprovecho para ponerles esta reseña.

El argumento: Érase una vez el Reino de las Luces, donde todo era armonía y felicidad. El monarca de este reino le ha encomendado a su protegido, Prótaner, la custodia de su enemigo mortal, un dragón de siete cabezas, a quien tiene encerrado en una jaula de hierro. Para favorecer al custodio, el Rey ha dispuesto tambien que casará a su heredero, el Príncipe de las Luces, con la hija de Prótaner y su esposa Protogina que está por nacer. El principito acoge de muy buen grado la noticia, y cuando nace su prometida, una bebita a quien llaman Staurofila, la colma de regalos y atenciones.

Lo malo es que un día, Protogina deja escapar al dragón de siete cabezas luego que éste le prometiera toda clase de favores; el dragón la ataca y rocía de veneno a Staurofila, que iba en los brazos de su madre. La niñita sobrevive, pero la marca del dragón queda impresa en su cuello.

El rey, lleno de ira, sentencia a muerte a Prótaner y Protogina, y rompe el compromiso de su hijo; pero el principito intercede por los culpables y promete que, llegado el día, él mismo borrará la marca de ignominia del cuello de Staurofila y se casará con ella.

Prótaner y su familia son desterrados a un sitio áspero y hostil, el Desierto de las Lágrimas. Los acompaña la nodriza de Staurofila, Filautía. Muy pronto, los padres de la niña desaparecen, y ella y la nodriza tienen que aceptar la hospitalidad de un señor ambicioso e hipócrita, Pseudo Epítropos.

En la casa de este caballero, Staurofila se cría junto con sus hijas y se convierte en una bonita muchacha. Un día, vuelve a recibir noticias del Príncipe de las Luces, hecho a su vez un hermoso joven, que continúa declarándole su amor y prometiéndole borrar sus desdichas y la marca del enemigo que los mantiene separados.

Pero el pobre Príncipe no sabe en la que se ha metido; Staurofila es una chica perezosa, débil de carácter, ingenua, caprichosa y muy voluble, que por lo visto no tiene otra cosa qué hacer más que meter en problemas a quienes pretenden beneficiarla, y que no duda ni tantito en lanzarse de cabeza a la primera tentación que se le presenta y en poner en peligro al Príncipe que tanto la quiere.

No hay necesidad de ocultar la parábola, ni lo que significa, porque cada símbolo, apenas se aparece, se explica en una nota a pie de página; el Príncipe de las Luces es nuestro Señor Jesucristo, y Staurofila, su ingrata novia, representa al alma humana. Su historia, en la que ella busca hacerse digna del mejor de los partidos, está repleta de emocionantes aventuras; muchos enemigos rodean a Staurofila, algunos demasiado cerca, y sus andares y peripecias la llevan a la frontera hasta donde el Príncipe de las Negras Sombras, rival a muerte del de las Luces y amo del dragón de siete cabezas, ha extendido su dominio por el Desierto de las Lágrimas.

Castillos encantados, talismanes mágicos, combates a punta de espada; nada le falta a este librito. Por si fuera poco, cuenta con muchos personajes inolvidables, por ejemplo el noble mensajero, maestro y músico, Buletes; y mi favorita, Quejaritomene, la misteriosa Hada del desierto; entre los villanos, que no se quedan atrás, el oscuro Príncipe Apolión y la falsa amiga Próscope, y esto sólo para empezar.

Los escenarios por los que transcurre la novela son magníficos, desde las fortalezas guerreras del Príncipe de las Luces hasta el terrible camino que cruza el Reino de las Negras Sombras. Y nada más para que tengamos un ejemplo del alcance imaginativo de la autora: Staurofila y su Príncipe utilizan para comunicarse un artefacto que cualquier lector de principios del siglo XXI reconocería como un beeper de mensajes de texto (ahora, recordemos, esta novela es de finales del XIX).

Si no consideramos el transfondo religioso como un defecto, si no nos molesta que el libro sea tan entretenido y fácil de leer, y si ponemos a un lado las alegorías obvias que tanto le disgustaban a Tolkien, Staurofila debería, por mérito propio, encontrarse junto a El Señor de los Anillos como una de las grandes historias cristianas. Una lectura placentera, en especial cuando ya se tiene el sabor de esta otra novela, y se quiere explorar el género fantástico mexicano, que, como espero ya haber demostrado, no sólo existe, sino que ha producido obras así de buenas.

Recomendaciones: Para fans de El Señor de los Anillos, sobre todo, o de la fantasía en general. Una palabra de advertencia: puesto que ésta es una novela religiosa, ya se imaginarán ustedes que se mete con temas algo delicados; por lo tanto, es mejor que se lea con MUY amplio criterio.

Abstenerse: Si lo que es políticamente correcto ha tomado en su cerebro tintes de dogma o de punto negro enterrado (es decir, si el menor roce con ideas distintas les arde como el peróxido de benzoilo), mejor ahórrense el disgusto.

jueves, junio 26, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 10


10. ¿STM? Mucho gusto. Me llamo Aisling

Fue en uno de los eventos organizados por la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía (los cienciaficcioneros mexicanos) donde conocí a la recién creada Sociedad Tolkiendili de México.

Los eventos de la Asociación, que antes se llevaban a cabo en Tlaxcala, ahora estaban divididos entre Puebla y la ciudad de México. Mala pata, la verdad, porque siempre me gustó Tlaxcala y ya me había acostumbrado a las visitas anuales. La verdad no recuerdo exactamente la fecha, pero fue el último año donde participamos los de Guadalajara; el grupo de México City ya nos detestaba sin remedio para entonces y, nos comunicaron con toda la pena del mundo, que los promotores o patrocinadores de los eventos habían sentado ciertos requisitos que, casualmente, no nos permitirían presentar ponencias o talleres en las convenciones; aunque como oyentes seguiríamos siendo bienvenidos. A eventos posteriores se llegó a invitar a personalidades que tampoco llenaban los supuestos requisitos ni a trancazos, pero ya vieron que las reglas se hicieron para romperlas a conveniencia. Esta clase de circunstancias en México son difíciles de entender. Mucho.

Bueno, uno o dos días atrás yo había dado mi última conferencia sobre el (entonces desconocido) director Hayao Miyazaki, y me interesó muchísimo hallar en el programa de la convención algo sobre una Sociedad mexicana de Tolkien. Por supuesto que no me la iba a perder. Mi novio G. ya había regresado de su propia conferencia en Puebla (¿cómo se les ocurrió separarnos? Ninguno fue a la presentación del otro) y me acompañó.

Unos cinco muchachos, todos muy tímidos y con los nervios a flor de piel, se colocaron en el podio, y ahí se presentaron como la Sociedad Tolkien de México. Mis recuerdos ahora son muy borrosos, pero a quien tengo más grabado fue a una chica alta, pelirroja, llamada A., y a un muchacho apodado M. Junto a ellos saludé, después, a un viejo conocido de las convenciones de comics por las que me aparecía de cuando en cuando, A.H. (en paz descanse).

Fui a la presentación con una interrogante (bueno, ¿pero qué se necesita para llamarse “sociedad”, y luego “de Tolkien”?) y con un ánimo no muy pacífico que digamos, puramente instintivo (bien, chicos, ¿alguien gusta medirse conmigo?). La presentación estuvo bastante decente, aunque en un momento dado no pude contener mi espíritu maligno y lo volqué todo en una pregunta capciosísima que se me ocurrió hacerle al buen M. Oh, claro que ahora me arrepiento, porque mis intenciones no eran buenas.

Al terminar, entre que no me decidía a hacerle conversación a los muchachos o más bien verlos en plan de rivales, de pronto A. se me acercó y fue ella quien habló conmigo; y lo hizo de una forma tan abierta y amistosa, que de inmediato desarmó todo lo que quedaba de mi infinita maldad y desconfianza. Pocas veces una persona le responde así a uno cuando acaba de portarse horrible, y el hecho sembró en mi corazón una semillita primigenia de admiración y agradecimiento. Alguna vez, muchos años después, seguí el ejemplo. Funcionó.

La Sociedad (que más adelante se llamaría Tolkiendili de México, o STM, por sus siglas) y yo no establecimos contacto de inmediato, pero tengo la certeza de que A. no me olvidó.


Todavía no me tocaba unirme a la STM; todavía no. Aún me quedaba mucho qué hacer por mi lado... digamos, el lado de mi grupo (no todas nuestras actividades tenían que ver con Tolkien en exclusiva, pero nuestras actividades para promover la ciencia ficción y la fantasía eran muy buenas). En A. reconocí mucho de lo que yo misma estaba tratando de lograr; y aunque no quisiera decir que fue la disolución de mi propio proyecto lo que terminó empujándome a la STM, tal vez algún día no me quede más que reconocerlo.

Ah, la STM... ahí pasé por tantas experiencias buenas y malas, agridulces más que nada. La ayuda que me prestaron para mi inscripción y asistencia al evento Tolkien 2005 que se llevó a cabo ese año en Inglaterra sigo considerándola invaluable, y lo que me hace más feliz es toda la gente absolutamente genial que he podido conocer gracias a ella (muchos de ustedes, que me hacen el favor de aguantar mis divagaciones en este blog; otros más que sigo echando en falta); con todo, al pensar en la sociedad y no en sus individuos mis sentimientos son muy encontrados. Lo mismo me ocurre con la gigantesca, maravillosa, terrible Ciudad de México, que es de paso la sede de la STM, la capital de mi país y tan diferente de éste que uno bien podría creer que se halla en otro planeta.

La ciudad de México, el imán y monstruo, como la llamara Octavio Paz, es un lugar donde la vida se confunde con la supervivencia, y tanto un pasado riquísimo como un futuro tal vez emocionante se encuentran enterrados bajo toneladas y toneladas de escombros. Quien se atreva a excavar hallará tesoros inimaginables, pero le costará mucho esfuerzo, y sus beneficios se harán perceptibles únicamente si uno acepta encadenarse al sitio de exploración, y renuncia a la libertad, al aire puro y a los cielos nocturnos llenos de estrellas. Puesto que todo se encuentra ahí y todo se encuentra centralizado, la ciudad pasa por alto lo que hay fuera; se queda aislada y lo mide todo con sus propias reglas. Los de fuera tardamos en comprender como funciona; aun así, nos fascina, nos atrae como el imán que es; a muchos nos acaba devorando porque tampoco puede negar su naturaleza monstruosa. Cuando te muestra amor, México City te estrecha contra su pecho, te levanta en alto y te obsequia con lo mejor de sí; cuando te golpea, no te deja un hueso intacto. Uhhhh... digamos que me más de una vez me he sentido así con respecto a la STM. En fin.

Entre mi encuentro con la STM, las correrías con mi grupo de amigos y mi primer empleo fijo y a largo plazo (la cátedra de literatura inglesa y norteamericana de la escuela de Lingüística en mi Universidad, que obtuve poco antes de cumplir los 24), un nuevo medio de comunicación comenzó a hacerse común: el internet. Me enterré de cabeza en él, por las novedades y lo demás, y me inscribí a varias listas de discusión y un bbs para poder platicar sobre mi autor favorito. Como todo el mundo solía adoptar un pseudónimo para internet, no me hice del rogar.

Mi pseudónimo fue la combinación de las dos de cosas que más quiero: Tolkien e Irlanda (mi amor por Irlanda, por cierto, data también de mediados de los ochenta, y comenzó, entre otras cosas, por mi primer contacto con la música de ese país, el grupo Clannad, que hiciera la música de una serie genial, Robin de Sherwood, de la BBC de Londres).

Gandalf era mi personaje favorito de ESDLA, y en por ahí en ese libro (y en el principio de El Silmarillion) nos enteramos que su primer nombre fue Olórin (que significa un sueño o visión). Daba la casualidad que existe en irlandés una palabra con el mismo significado, aisling (se pronuncia aproximadamente “ash-lin”), y que para mi mayor suerte era un nombre de mujer que comenzaba a ponerse de moda por entonces. Pues Aisling me puse, y el asunto se convirtió también un pretexto fabuloso para llevar mi tema favorito a los chats de internet.


Otrapersona: Hola, que tal?
Aisling: Hola.
Otrapersona: Oye que significa tu nick?
Aisling: Pues... has oido hablar de un libro que se llama El señor de los anillos?
Otrapersona: Pues la verdad no.
Aisling: Ah, mira, pues se trata de blah blah blah...

Y así por el estilo. Conocí una vez a una muchacha que tenía una sobrina llamada Ashleen (una variante ortográfica de Aisling) que odiaba su nombre hasta que le platiqué de qué se trataba.

Bien, fuera del trabajo, estuve haciendo algunas cosas breves sobre Tolkien (algunos artículos en revistas, más conferencias, dos que tres lecturas en grupo) y en aquellos tiempos estaba todo muy tranquilo; salvo por cierta inquietud que comenzó a rondar por mi universidad.

Todo comenzó con un incidente en España en el que unos jugadores de rol cometieron un asesinato, en 1994. La cosa hizo bastante ruido, pero cuando el juicio a los criminales revivió el asunto, se desató en mi escuela, famosa por su alta religiosidad, una especie de “cacería de brujas” para todo lo que tuviera que ver con fantasía y dragones y todo eso. Suena a leyenda urbana, pero lamento, y me avergüenza profundamente reconocer que esa estúpida cacería de brujas sí existió, y que se llevó de corbata a gente valiosa. La cosa es que según eso a todos los que estábamos metidos en géneros fantásticos, rol y asuntos semejantes nos tenían fichados. Varios despidos lo confirmaron.


Mis primeros cursos de literatura en inglés incluían a Tolkien; tal y como lo mostraban orgullosamente mis programas. A partir de la cacería (era 1997) comencé a enseñar a Tolkien subversivamente, con la complicidad, eso sí, de mis colegas y alumnos. Siempre fuimos muy independientes. Mi directora seguía creyendo que tarde o temprano me atraparían, y según funcionaban las cosas en la universidad, ella no podría hacer nada por mí.

Y así sucedió, de hecho. Pero la salvación me llegó, por pura suerte, creo, de un lugar lejano y desconocido del que había oído hablar por primera vez en una novelita de Julio Verne, y que se había convertido, no me pregunten cómo, en un dicho que utilizaba mucho en mi adolescencia ochentera cuando mencionaba la imposibilidad de algo: “Hacer tal cosa es como hallar dragones en Nueva Zelanda”, “pasar esta materia está más difícil que encontrar dragones en Nueva Zelanda". Ajá, todo fue gracias a un nativo de esta isla lejana a quien jamás había visto en mi vida, pero conocía como director de películas de clase B y de una favorita de mayor presupuesto, The Frighteners; así es, un señor don Peter Jackson.

Continuará...

miércoles, junio 25, 2008

El Cuarteto Nausicäa, en Guadalajara

(Por favor hagan click para ver la imagen completa).


A principios de este año, les comenté sobre el debut del Cuarteto Nausicäa, un grupo de música que interpreta temas de anime y videojuegos, en la convención TNT celebrada en el World Trade Center de la Ciudad de México. Bueno, pues estamos de plácemes, porque este fenomenal grupo se va a presentar por primera vez en su ciudad natal.

Mary Camarena, Janet Camargo, Brenda Gaviño (voces) y Selenie Solís (piano) son cuatro chicas de Guadalajara extremadamente talentosas y con años de experiencia en la música; para algunas interpretar esta clase de canciones formalmente es algo nuevo, aunque todas comparten el cariño por el anime japonés.

Si viven en Guadalajara o planean visitarnos por las fechas, la cita es el sábado 5 de julio a las 8:30 p.m. (hay que llegar más o menos temprano para pescar buen lugar), en el Restaurante Masayume, Av. La Paz 2529 (la fachada es blanca con rojo y tiene un letrero de Sushi pintado), entre Francisco de Quevedo y Lope de Vega, y, para ubicarnos mejor, justo a la altura del Centro Magno. La entrada es completamente libre.

En el Restaurante Masayume preparan unos platillos japoneses exquisitos, y servidos a la forma tradicional. Pero para que el plato fuerte se les acabe de antojar, les paso algunas probaditas.

Como les platicaba, mi interpretación favorita de las muchachas es Bratjia de Fullmetal Alchemist, que les mostré en este post. Aquí hay más recomendaciones, en su mayoría cortesía de Peyrac de youtube:

Brenda brilla como solista en Lilium, de Elfen Lied.

Janet hace lo propio con Adesso e Fortuna, de Record of Lodoss War.

Mary, a capella, como se cantó en la película, interpreta Teru no Uta, de Gedo Senki, una de las más recientes producciones de Estudio Ghibli (basada en Terramar, de Ursula LeGuin).

Selenie, faltaba más, se luce con un fragmento del soundtrack de Kiki´s Delivery Service (mi película favorita, por cierto). El video es de celular y el sonido está un poquito malo, pero gracias a abnerwagner por compartirlo.

Y todas juntas ya, aquí las tienen con una de mis piezas favoritas: The Book of Life de Cosmowarrior Zero.

No se arrepentirán; el concierto va a estar a todo lujo. Un último favor: si de pura casualidad participan en foros de anime y videojuegos, les agradecería mucho que pasaran esta información; pueden utilizar para ello el link y/o la imagen del volante publicitario al que pueden acceder haciendo click en la imagen de arriba. Una versión más compacta se puede encontrar aquí.

lunes, junio 23, 2008

Hola y adiós (II)


12 de junio de 2008

Es mi cumpleaños. Hace algún tiempo, esperaba esta fecha con cierto entusiasmo; ahora... es cierto que entre más envejece uno menos ganas dan de andar celebrándolo. A partir de hoy, tengo 37 años; no es un número tan terrible, pero yo hubiera querido que al menos una buena parte de los planes y proyectos que tenía en mente ocurrieran antes de mis 36. Me puse doce meses extra de plazo, y como dice la canción de U-2, I still haven’t found what I’m looking for.

Por otro lado, algo que siempre me gusta de mis cumpleaños es que me siento con una obligación inherente de sentirme bien, y con cierto derecho a exigirle al día y a la gente que tiene la desgracia de tropezarse conmigo que más les vale y me lo garanticen; así las cosas, quisiera cumplir años a cada rato.

Pero bueno. Cumpleaños o no, algo ha ocurrido que va a hacer a este día memorable; la tienda de los meses sin intereses ha surtido, por fin y tras algo así como un mes después de andar solicitándolo, una nueva tanda de Macs. ¿Y esa coincidencia de fechas? Me pone un poquito nerviosa.

Se supone que ya lo he decidido; que he pasado leyendo y leyendo reseñas del aparato en internet, que me han llegado correos y newsletters de Apple con información, que he estado preguntando en foros... que la compu que irá a sustituír a mi desdichada, todavía queridísima "Shu II" será una nueva esta vez, para ser exactos, una Macbook blanca, con procesador de dos gigahertz y dos gigas de RAM. Dos y dos. Descuento, aunque no mucho; pagos diferidos a finalizar en año y pico; y, ¿cómo le voy a hacer, si estos meses son los más áridos del año y las fallidas reparaciones de "Shu II" nos estuvieron desangrando, y una barbaridad? Ah, mis papás me dijeron hace un mes que me ayudarán para el inicio (igual, por mi cumple). Qué genial; adulta mayor, y sigo siendo una mimada. ¡Oh, gracias!

Después de un delicioso desayuno en restaurante (donde recibo una linda tarjeta y mi primer obsequio del día, El Jinete del Dragón, de Cornelia Funke... reseña más adelante) le pido a G., mi esposo que me acompañe a la tienda. Él gruñe un poco, como ya lo ha hecho antes, con la idea de llevar una nueva Mac a la casa; después de todo, las detesta, y opina que la mayor parte de nuestros líos electrónicos (y económicos) se deben a mi afición por este tipo de compu (lo más cerca que estaríamos de un divorcio sin duda sería por culpa de esta insólita incompatibilidad de caracteres). Pero es mi cumpleaños, así que no dudo en retorcer a mi favor las circunstancias que les platicaba aquí arriba.


Cae una lluvia ligera. Me encanta el clima; tras un calor insoportable, una reconfortante ola de frío. Llegamos pues a la tienda, donde un muy amable promotor de Apple me ha estado recibiendo mínimo dos veces a la semana con la misma nueva: no tienen la máquina que busco; Apple no ha surtido; nada, no saben cuándo lo hará. Esta vez, es una chica la que nos recibe; el día anterior ella misma me verificó la existencia del producto. Hay algunos papeles que firmar (aquello de la garantía y las mensualidades), algunas últimas preguntas, sobre todo nervios, muchos nervios, y una incipiente felicidad, chiquita como piquete de hormiga, y así de dolorosa. Después de un rato, la señorita llega con una caja cerrada, blanca y delgadita. Antes de abrirla, entre las dos repasamos una y otra vez el número de serie impreso en uno de los costados.

La señorita me dice que tenemos que abrir el producto en la tienda para verificar que el contenido se encuentre completo y en buen estado; que sucede muy pocas veces, pero que le tocó ver una vez una laptop con la pantalla estrellada. Muy bien. La señorita es quien rompe el sello de celofán; dentro de la caja está una cosa cuadrada, envuelta en un material suave con otro sello, esta vez de papel. Ella la toma con mucha delicadeza, como si cargara un bebé, y me la ofrece.

- Que sean tus manos las primeras que la toquen - me dice.

Automáticamente me viene a la cabeza la escena de Parque Jurásico donde John Hammond, interpretado por el director Richard Attenborough, levanta de la incubadora un velocirraptor recién nacido (será porque Universal Channel ha estado pasando la película en la semana). ¿Qué rayos está sucediendo aquí? ¿Imprint o algo así, se llama esto en inglés... cuál es el término en español... que ciertas criaturitas recién nacidas identifican lo primero que ven y lo adoptan como madre...? Y la señorita de la tienda, ¿tenía eso en la cabeza? No hay forma de saberlo, y no voy a arriesgarme al ridículo de preguntarlo.

Desenvuelvo la pequeña computadora blanca, y mis huellas digitales quedan pintadas en su impecable cubierta. Después, las de G. que insiste en levantarla también.

- Pinches Mac; las odio - murmura, como lo ha estado haciendo desde hace un rato; desde hace años. Si la esbelta laptop fuera, de hecho, un velocirraptorcito, tal vez le tiraría un mordisco.

El producto está completo, todo se ve bien; mientras terminamos los últimos trámites, la señorita me comenta que hasta que entró a trabajar en esa tienda, no estaba familiarizada con las Mac.

- Yo toda mi vida las he utilizado - le cuento -. La primera computadora que usé era una Apple II -. Después le platico lo humillante que ha sido ver que dos de las Macbook que tienen en exhibición tienen cargado Windows; respectivamente el XP y el Vista.

Terminados los trámites, G. y yo regresamos a casa. Yo quiero dejar pasar el día de mi cumpleaños sin que haya mucho que hacer; salvo la entrada programada en el blog, no tengo ningún deseo de entrar a internet, acercarme a una computadora o cualquier otra cosa que implique trabajo; además, quisiera acomodarme algunos momentos a solas con mi compu para que cualquier metida de pata, problema o ignorancia de mi parte quede donde debe estar: en el fondo de los asuntos privados. Pero G. quiere ver a la nueva laptop en acción, así que la saco de nuevo en nuestro cuarto y la coloco en una mesita. De inmediato, G. pone manos a la obra y la enciende él mismo.

¿No hay algo así como una media sonrisa en su rostro cuando ve arrancar el sistema X, con efectos similares a fuegos artificiales? Nunca le ha tocado una instalación. ¿Y no es algo de envidia bienintencionada lo que oigo bajo el “qué clarita está la pantalla” que se le alcanza a escapar? No puede creer que hemos tardado menos de medio minuto en configurar la computadora para nuestro servicio de internet.

G. ha utilizado las Mac muy pocas veces, pero inmediatamente nota que algo anda raro con la barra de aplicaciones. Me lo hace notar, malhumorado, y yo le digo “a ver, trae acá”. Mis dedos (izquierdos, y yo soy diestra) tocan el mouse y hacen dos movimientos casi instintivos en el menú de preferencias, y la barra queda tal y como a él le gusta. Pero la más sorprendida soy yo; después de meses y meses de estarme manejando en el entorno Windows, me siento como pez en el agua.

G. toma de nuevo mi máquina porque quiere ver el I-Tunes. Le advierto que probablemente no haya música pregrabada en la computadora, pero no me hace caso. Inadvertidamente, aprieta el botón OK para realizar actualizaciones del sistema. Me río y le digo que ahora tenemos que esperarnos a que se descargue todo lo descargable. Antes de hacer uso completo de la nueva compu, hay muchas mudanzas pendientes desde "Shu" y los desorganizados respaldos de "Shu II", y muchas instalaciones de programas y otros asuntos. Falta un poco para echarla a funcionar por completo.

Desde hace varios días tengo una migraña del demonio que me pega justo hacia el mediodía; ni por ser mi onomástico me la perdona. Mientras mi nueva computadora realiza su primera actualización de internet, me recuesto y me hago bolita junto a ella; calculo que terminará de bajar todo lo que necesita en una hora y media, el mismo tiempo en el que, de ordinario, se me va el dolor.

Paso los dedos por el mouse una vez más para programar la opción de ahorro de batería; el teclado es muy suave, y el sistema no necesita recibir órdenes una segunda vez. Contemplo desde una almohada a mi futura compañera de trabajo; no ha sido amor a primera vista, reflexiono, como ocurrió con “Shu II”, pero tal parece que desde el primer encendido nos ha hechizado (ajá, incluso a G., su detractor).

- Creo que nos vamos a llevar muy bien tú y yo, chiquita - le dirijo la palabra, empleando mi animismo de costumbre por primera vez con ella. Es un buen principio, sin duda.

En la noche, mis amigos llegan con un pastel de chocolate y fresas frescas. Feliz cumpleaños.

miércoles, junio 18, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 9


9. Me hago de un gremio... y de un Frodo de carne y hueso

Veamos... un recuento rápido de lo que hice al llegar a Guadalajara como estudiante universitaria:

Deshacerme de la última característica que me delataba como adolescente ochentera: los siete u ocho bucles artificiales que me quedaban desaparecieron de sendos tijeretazos, y volví a mi pelo natural, más corto que nunca, pero lacio, muy lacio. Sobrevivir sin tele y con un walkman nomás. Aprender a usar una olla de vapor (un instrumento que, no me pregunten por qué, me recordó siempre al ED-209 de Robocop), y alimentarme de verduras hervidas salvo los miércoles (pollo Kentucky, que estaba cerca del cine) y los viernes (McDonalds, en alguna de las zonas en las que me iba de solitaria parranda). Hacer amigos en la escuela. Conseguirme un segundo novio (el primero se había quedado no en Zacatecas, sino en el limbo de la escritura ideológica y socialmente comprometida. Ah, en los brazos de otra muchacha, también) con duración de apenas un año. Batallar con la falta de costumbre en el estudio. Descubrir que mi universidad era maravillosa porque, a diferencia de la mortal prepa, tenía sentido de la educación y se respetaba el libre albedrío (bueno, eso era antes). Ah, y presentar mi primera exposición escolar sobre... sí, adivinaron, Tolkien.

Las ferias del libro se hicieron también habituales, y poco a poco mi colección tolkieniana fue creciendo. Los Cuentos inconclusos, los Cuentos perdidos, y la más o menos satisfactoria biografía de Humphrey Carpenter fueron los primeros en llegar.

Ah, por cierto, también conocí a G. B., un aspirante a escritor de ciencia ficción. Cuando decidí que me encontraba algo solitaria, se me ocurrió un método insólito para conseguir amigos: hice unas tarjetitas a máquina con mi nombre, mi dirección y una nota de “si te gusta esto por favor escríbeme” y las metí entre los libros que me gustaban de fantasía y ciencia ficción en bibliotecas, librerías, Sanborns, ferias del libro y lo que fuera. Un mes después recibí una carta de G.

Así como ven, estuvimos escribiéndonos durante algunos meses antes de intercambiar teléfonos, y llamándonos meses también antes de decidir conocernos en persona. Nos caímos bien en un segundo, y de hecho el muchacho me fascinó de tal manera, que no pude sino pensar: “Oh, Dios, es perfecto... por favor, por favor, por favor, ¡qué no le guste la literatura latinoamericana contemporánea!”

Mis dos novios anteriores y un par de pretendientes (bueno, yo era la que los pretendía en realidad) habían crecido adorando a García Márquez y a cualquiera que llegara con literatura medianamente “comprometida” (léase: con razones políticas, revolucionarias, pseudorevolucionarias). Para quedar bien con ellos, llegué a poner en mi cuarto un poster del Che. Pero la verdad es que eso no les bastaba; nunca faltaban las indirectas acusaciones de escapismo a mi literatura favorita o la compasiva mirada, a veces acompañada de palabras como “ya cambiarás” que me lanzaban estos chicos. El primero de mis ex, que ya les mencioné, amenazó una vez con dejarse crecer la barba para protestar por el embargo norteamericano hacia Cuba. Si hubiera estado protestando por una subida de precio de las navajas de afeitar, lo hubiera entendido, pero esto...

G. era distinto. No le importaba quedar bien con nadie, estaba enamorado de sus libros de ciencia ficción y compartía, aunque a menor grado, mi gusto por la fantasía heroica. Tenía planes para escribir montones de cuentos y novelas, y el borrador de muchas historias que él mismo ilustraba; se fabricaba sus propias camisetas con los nombres de sus autores favoritos, pensaba en el futuro con una emoción casi de niño y el Che Guevara no era para él un superhéroe revolucionario, sino un hombre que había abandonado a su esposa y a sus hijos en aras de una causa mucho menos valiosa.

Un día que platicábamos sobre cómo habíamos caído los dos en nuestro género favorito, le conté la historia del Selecciones del 79 que ustedes ya conocen, y del sueño que tuve donde Frodo era un tipo alto y moreno con una nariz peculiar en forma de gancho. Cuando estaba en eso, me quedé viendo a la cara de G. y de pronto le dije: "¡Pero si eras tú!" Iba muy en serio. La nariz peculiar era inconfundible.

No voy a contar lo que sucedió en los muchos meses posteriores, pero G. y yo nos casamos en el 2001, después de pasar diez años resistiéndonos al matrimonio con todo y que nunca tuvimos dudas de que éramos el uno para el otro. Así que como ven la verdad salí ganando; hasta mi Frodo de la vida real llegué a tener.

Me escribió mucha gente más, y entre todos armamos un buen grupo de amigos, escritores, ilustradores, simplemente aficionados y lo que cayera de los géneros fantásticos; con ellos jugué rol una vez a la semana, armamos un fanzine (alguna muestra de nuestro trabajo anda todavía por ahí, en la red... junto con nombres reales; a poner nombres reales en internet le tengo bastantes reservas así que por favor traten de olvidarlos) y varios talleres que se presentaron en diversos eventos culturales, y nos ayudamos mutuamente en la persecución de nuestros sueños.

Por una década o algo así nos mantuvimos juntos; las cosas comenzaron a enfriarse, creo yo, cuando llegó la desilusión a desbaratarnos el teatro. No tuvimos siquiera la dignidad de los 108 bandidos del monte Liang, que según me cuentan quienes han leído todo el Shui Hu Zhuan, permanecieron fieles a sus principios hasta el fin.

La historia de este grupito mío no está exenta de momentos de mucha, mucha felicidad; tal vez algún día me anime a contarla (siempre y cuando haya forma de escarbar mis recuerdos bajo la tapa de concreto donde los he intentado mantener). Sería interesante, supongo, porque de ser así, muchos de mis viejos amigos y ex-amigos se enterarían de viente mil cosas que habrán dado por sentado durante años. Pero en fin, ya será en otra ocasión.

El fin de todos los proyectos (algo más parecido al abandono en masa de un barco al que sólo le hacía falta un poco de diesel) fue difícil, a veces sigo sorprendiéndome cuánto; pero para entonces yo ya sabía que contaba con mi tabla de salvación, y que El Señor de los Anillos (que ya me había acostumbrado a leer cada año) seguía ahí para recordarme cuáles eran las cosas esenciales en la vida, que todo sucede por algo y que por lo general la providencia se encarga de acomodar las cosas.

* * *

En el tiempo que estuve con mi grupito, entramos en contacto con otras personas más o menos de la misma calaña: los cienciaficcioneros mexicanos, concentrados (para variar) en el DF, pero también en Puebla y Tamaulipas. Participamos en varios eventos suyos, nos peleamos con ellos a cada rato, les preparamos conferencias y trabajamos con ellos, siempre con el sentido del humor por delante.

Como muchos de los centralizados cienciaficcioneros eran incondicionales del ciberpunk y con tendencia al cinismo, al nacionalismo y al sexo a la menor excusa, ya se imaginarán ustedes que a los amantes de Tolkien (minoría) se nos veía punto menos que como el patito feo de la pandilla. ¡Qué risa! Más adelante, cuando llegó el boom de las películas, fueron ellos los que acabaron convertidos en cisnes... al menos en lo que a cuello estirado se refiere. Pero bueno, eso ya es otra historia que más adelante saldrá a colación.


Continuará...

¿Pero qué le ocurrió a Photobucket?



"¿En qué servidor tienes las ilustraciones de tu blog?", me preguntó mi esposo G. No es ningún secreto: en Imageshack. Por recomendación de uno de mis mejores amigos, este servidor gratuito ha sido mi opción primaria cuando se trata de compartir imágenes.


Pero cuando comencé a armar el blog, hace ya más de dos años (así, es, estuve un rato sin decidirme a comenzarlo), yo no sabía absolutamente nada en cuanto a almacenamiento de imágenes; G. se encargó de todo, incluyendo el diseño de mi encabezado (de una caricatura de Hellnike donde aparecemos mi gatito P. y yo)y la subió, junto con mi prueba de entrada,a Photobucket, donde, creíamos, todo estaría seguro.

Bueno, pues el día de hoy, G. se dio cuenta, Photobucket no está funcionando. ¿Una falla temporal (esperemos), algún hacker por ahí, se quemó el servidor, se decidió suspender el sitio? Ni idea. Lo que sí es que mi bonito encabezado ha desaparecido, y estoy cruzando los dedos porque G. haya guardado alguna copia por ahí.

Por lo pronto, estoy visitando mis blogs favoritos para ver cuáles han sufrido por este inconveniente, y por lo que llevo visto, el blog de G., Capitán Quasar, es de los más afectados: la mayoría de sus imágenes estaba en Photobucket y hace un rato me comentó que no tenía respaldo. ¿Conclusión? Oh, rayos.

Si tienen imágenes en Photobucket revisen, por favor, sus respaldos... ojalá que el servicio se restablezca, pero si no, tal vez haya que mudarse.

lunes, junio 16, 2008

Hola y adiós (I)



3 de junio de 2008

Esta mañana “Shu II”, mi hermosa Ibook G4, que en los últimos seis meses ha pasado dificultad tras dificultad, volvió a casa después de pasar por su último taller. El pronóstico no es nada bueno; su tarjeta madre está irremediablemente dañada y entre las múltiples revisiones algo ocurrió con su disco duro también. No hay mucho más que pueda hacer con ella; lo último que me quedaría, en todo caso, es recuperar algunos de los archivos que se me quedaron en su disco duro.

La saco de su estuche; el último técnico no la trató con la delicadeza que se merece y tiene aquí y allá huellas digitales de grasa, algunos rayones nuevos en la cubierta y una marca que parece de lápiz en el marco. La enciendo casi con miedo; la pantalla se ilumina al instante. Nada más de verla, su posible sustituta, que por varios días he estado contemplando en una tienda, ya no me parece tan bonita. Ay, “Shu II”. ¿Qué fue lo que hice mal? ¿Me descuidé al dejar que te sobrecalentaras? ¿Debí trabajar en un medio más ventilado? ¿Te molestaban mis gatitos, que parecían adorarte?

Espero a que inicie el sistema. No me impaciento; como si ella fuera un caballito viejo, la dejo ir a su paso. Pensar que era la más rápida de estos lares, y ahora se tarda más de cinco minutos en arrancar. El disco duro hace ruiditos sospechosos; el mouse se comporta de manera errática. La deben de haber armado y desarmado al menos diez veces.

Cuando por fin me permite ingresar, me encuentro con una desagradable sorpresa: mi disco duro está completamente borrado, y le instalaron el Mac OS X en español... no uso un sistema de Mac en español desde mediados de los noventa y hay muchos detalles que no entiendo. Lo que sí veo es que mi “Shu II” se siente vacía, falta de gracia. Probablemente no vuelva a ver los hermosos wallpapers que le puse.

Por el resto del contenido de mi disco no estoy preocupada; lo tengo en dos CDs y a buen recaudo. Las Mac son tan sencillas que sus programas y archivos ocupan poquísimo espacio. Sin embargo, yo esperaba poder abrir mis archivos de Works para Mac, que ninguna PC ha podido leer y que son de una versión más adelantada del que maneja la "Shu" viejita, y convertirlos en algo más que otra computadora pudiera leer y utilizar. Pero el Works de mi Mac se ha ido con todos los otros programas.

Me pregunto qué habrá sentido el dueño anterior de “Shu II” cuando tuvo que desprenderse de ella. Mi computadora salió de una compañía en quiebra que tuvo que rematar todas sus posesiones. Durante por lo menos dos años antes de caer en mis manos trabajó con alguien más. Nunca había pensado en esa o esas otras personas; si alguna se encariñó con ella igual que yo o si le dolió igual saber que tendría que dejarla.

Ni siquiera había vuelto a tomar en cuenta a la muchacha desconocida con la que estuve peleando por “Shu II” en una subasta (una guerra de conexiones rápidas, más bien) en ebay. ¿Habrá conseguido ella una computadora mejor, una que a estas alturas todavía no le cause dificultades? ¿Me guardará rencor aún, si es que alguna vez lo hizo? "Shu II" estuvo involucrada con tanta gente, y en todo el tiempo que la tuve sólo pensé en mí. Mi máquina, mi compu ideal. Mía. Pero no siempre fue así. ¿Hubiera cambiado algo para mí de haber sido menos egoísta?

Bueno... “Shu II” toma los discos del respaldo sin mayor problema. Los archivos de Works aparecen con icono de ilegible. Lo único que tengo para abrir textos es el TextEdit, la versión maquera de un block de notas en PC.

Bueno, no hay de otra... Vamos, “Shu II”, le digo, como si fuera una persona y no una máquina (al igual que Sophie Hatter, de El increíble castillo vagabundo, tengo la mala costumbre de hablar con los objetos inanimados cuando nadie me ve); vamos, no me quedes mal. Mi pobre compu apenas puede con su alma. Tan lenta, y parece que hasta abrir ventanas le cuesta trabajo. Vamos, "Shu II"; ánimo, amiguita. El Text Edit parpadea un poco; temo que de pronto la pantalla se congele, o se quede azul.

Y entonces...

El recuadro del Text Edit es pequeño y patético; no hay opciones para cambiar letra ni para editar un documento. Pero... ahí está. Llenos de basura al principio y al final, pero bien legibles, con los acentos en su sitio y separación adecuada de los párrafos; ahí están mis documentos: mi lista de prospectos laborales, mis notas, los escritos para mi blog, mis recetas de cocina, mi currículum en múltiples versiones, mis cuentos, mis exámenes de todo el ciclo escolar, las tareas que voy a empezar a dejarle a mis alumnos. Todo lo que necesito. ¡Oh, “Shu II”, preciosa! Ninguna PC consiguió hacer eso en todo el tiempo de su ausencia.

Poco a poco, comienzo a guardar los textos que más me han hecho falta en formato .txt. Los almaceno en mi llave USB, y continúo. Ya tengo más material. Sigo. Ahora estoy pasando material menos urgente, pero que sin duda es bueno tener a mano otra vez.

Después de un rato “Shu II” ya no puede continuar, y se cuelga. Con su docilidad de costumbre, responde a la orden de reinicio. Pero ya no voy a obligarla a trabajar más por hoy; sólo quiero apagarla como es debido. Espero otros cinco minutos. Todavía no es el final, pero es obvio que mi compañera de trabajo ya no podrá serlo por mucho más.

Todo bien, "Shu II"; se ha terminado la mitad de mis dificultades con los archivos que pude rescatar. Se supone que debo estar un poco más tranquila. Pero de pronto siento que un bicho hace agujeros en mi corazón; no el mordisco de serpiente que casi me lo parte la primera vez que se apareció la pantalla azul que anunciaba la descompostura, sino el arrastre del gusanillo que lo ha estado carcomiendo. Cierro a “Shu II”, me mojo un dedo con saliva para quitarle algunas de las manchitas de la cubierta, y la devuelvo a su viejo maletín. Y, aunque había creído que ya no iba a sentirme mal por este asunto, me doy cuenta que mis ojos están húmedos, una vez más.

jueves, junio 12, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 8



8. El corazón/The heart


La experiencia con la escuela horrible acababa de terminar, pero el viajecito me había dejado secuelas: depresión, algo de daño físico y un agotamiento que resultó evidente hasta para mis familiares cercanos.

Mis papás (y fue un detalle genial de su parte) decidieron darme permiso de dejar pasar un año antes de comenzar la carrera. En lo que me recuperaba y me volvía a crecer el décimo dedo (ya, pues, última vez que repito esa broma), trabajaría un poco, estudiaría algunos idiomas, y me buscaría con mucho cuidado una buena universidad que tuviera exactamente la carrera que quería. Justo a tiempo me salvé de estudiar Letras (sin intención de ofender a varios de los presentes; Letras no era para mí, y de seguro no hubiera podido con una carrera tan difícil y laboriosa); yo iba para Lingüística, porque Tolkien era lingüista.

En la segunda mitad del 89, tras una última bofetada de la tragedia (mi gatito E., como si se hubiera estado tragando toda la mala vibra de la prepa, se enfermó y murió repentinamente), me encontré viviendo el sueño de cualquier escritor: estudiar dos horas diarias, trabajar cuando había trabajo (periódicos, teatro, cursos), leer y escribir el resto del tiempo; y en conclusión, ser una mantenida de lo peor.

La timidez tremenda que había sentido con respecto a mi afición por Tolkien y que no me había abandonado por casi cuatro años, había sido sustituída por cierta clase de discreto orgullo. Como en ese entonces no había manera de conseguir un botón publicitario del tema, me elaboré uno con un seguro, un pedazo de corcho, barniz transparente y letras de pasta, de esas de la sopa. Con crayones indelebles me hice una camiseta de un arbolito lleno de runas. Ambos objetos proclamaban Tolkien Reader y eran feos como el infierno, pero ahí estaba yo presumiéndolos. Mi abuelita (en paz descanse), que tenía unas manos habilísimas y me comprendía de maravilla, me hizo favor de bordarme la firma de Tolkien sobre el bolsillo posterior de uno de mis pantalones, y me encantaba la atención que atraía con todo y que el punto anatómico donde se encontraba era ya un poco prominente. Yo estaba feliz de mostrarle al mundo mi bordado. Mi mamá opinaba que lo que veían era mi trasero.

Me puse a estudiar inglés, porque ya sabía que no había otra forma de tener acceso a una muy buena parte del material de Tolkien; y ruso, una lengua que me había cautivado tras oírla un par de veces. Si hubiera tenido conocimientos de gramática latina, el ruso hubiera sido pan comido, pero ya ven... me concentré más en el inglés, que, aparte de todo, me presentaba motivaciones extras.

Una tía mía que vive en los Estados Unidos me compró todo The Lord of the Rings, edición de Ballantine, junto con The Silmarillion y un sampler llamado The Tolkien Reader. Mi siguiente paso para aprender el inglés pasaría por una muy paciente lectura bilingüe de ESDLA: Primero leía un capítulo en español, y luego lo releía en inglés. No que haya hecho la gran cosa por mis habilidades orales, pero algo fue algo.

El encuentro cercano con el inglés fue... ¿qué será bueno? Oh, digamos que uno se enamora varias veces en la vida y que algunos amores son para siempre. Ahí estaba el inglés y ahí estaba yo. Una frase que me llenó el ojo pertenece a Aragorn, en Cerin Amroth: Here is the heart of Elvendom on Earth... qué lejana se sentía de Aquí está el corazón del mundo élfico. Diferentes sonidos, diferente cadencia, había algo ahí. Mucho más adelante hice mi primer intento de traducción cuando le leí a mi mamá en español el párrafo en inglés que me gusta más de todo el libro, cuando Frodo y Sam, en Cirith Ungol, platican que están en medio de una historia.

Hasta mediados del año siguiente estuve metida en talleres literarios, colaboré con el suplemento de un periódico local, y también di mi primera conferencia sobre Tolkien, parte de un ciclo que inicié en varias escuelas secundarias y una preparatoria. La víspera de la primera de esas conferencias, Jim Henson, que hacía relativamente poco había puesto por los cielos a la gente como yo con su película Laberinto, falleció. Recuerdo que estaba muy nerviosa de por sí, y que tras enterarme me fui a mi cuarto, y lloré quedito, quedito.

Este ciclo de conferencias sobre el género de la literatura fantástica (aunque tuve que emplear este nombre con prudencia, verán en un momentito) lo conseguí gracias a un profesor que trabajaba en la Secretaría de Educación Pública de Zacatecas. Duró unas cuatro semanas y creo que funcionó... al menos resultó divertido. Un incidente curioso de entonces fue cuando me enfrasqué en una discusión con la directora de una de las escuelas sede. La señora no quería que mencionara que la fantasía era un género literario, que porque eso contradecía lo que los alumnos estaban aprendiendo en las aulas. Yo estaba entonces muy segura de mis conocimientos al respecto (mal hecho), no aceptaba consejos de mis mayores, en especial cuando decían estupideces (muy mal hecho, la experiencia me enseñó después) y tenía poco sentido de la diplomacia (pésimo). Fue muy cómico que pocos días antes de la primera conferencia me llegara una carta del profesor de la SEP con la petición de que cediera; finalmente, sólo insinué que la fantasía era tan literatura como todo lo demás. El profesor en cuestión tenía buenas intenciones, pero para que se den una idea de cómo era en el fondo, no tenía ningún reparo en presumir que en los últimos once años jamás había vuelto a abrir un libro, porque, según él, ya había leído lo suficiente para toda una vida. Por si esto responde a varias interrogantes de por qué la situación educativa en México está por los suelos.

El internet apenas comenzaba, en mi ciudad, pues, a hacerse popular. Una de las razones por las que mis papás tardaron en comprarme una computadora ya la saben: fue porque algunos conocidos intentaban vendernos una PC y yo ya estaba encaprichada con una Mac. El único acceso que tenía a lo que entonces era internet (pantallas llenas de texto) era por medio de mi poco apreciada ex-preparatoria, qué remedio. Y un amigo que me mantenía al tanto, y que me hizo el favor de inscribirme a una lista de Tolkien. Entre mis papeles perdidos todavía estarán páginas y páginas que imprimí como recuerdo. Ahora, que no crean que las cosas eran entonces tan distintas... lo único que ha cambiado es la interfase.

Va un ejemplo de una discusión típica.

En el 22 de septiembre:

Felicidades a Bilbo y Frodo por su cumpleaños.

Respuestas:

No, el cumpleaños de Bilbo y Frodo no es este día, porque en el calendario de la Comarca los meses tienen treinta días, por lo tanto debe ser...

No, tampoco ese día, porque blah blah blah.

Todos se equivocan, es blah blah blah.

Fue hace tres días, porque blah blah blah.

Sí, los obsesos electrónicos tienen ya sus añitos.

En un puesto de revistas de Zacatecas que ya no existe, adquirí mi primer ejemplar de la desaparecida (británica) GM. Era una revista especializada en juegos de rol (que yo desconocía, salvo por la novela espantérrima de Rona Jaffe El Laberinto, publicada en español por editorial Vergara), pero a mí me gustó por las reseñas de libros fantásticos. También por ahí me enteré de una obra musical basada en El Hobbit que se estuvo presentando en Londres.

Recién había cumplido diecinueve años, me había leído (bueno, más o menos) "On Fairy’s Stories" y ESDLA en inglés, había comenzado a escribir sobre mi propio mundo fantástico y estaba lista para la universidad. Me marché a Guadalajara en el 90. No sabía aún que era para quedarme.

Continuará...

martes, junio 10, 2008

Reseña de película: Tokyo Godfathers


Tokyo Godfathers (2003)

Director: Satoshi Kon

Intérpretes: Voces de Toru Emori, Yoshiaki Umegaki, Aya Okamoto.

Lo bueno: La animación, el guión, la historia, las interpretaciones, la estructura.

Lo mejor: Es una película perfecta.

Lo malo: Pasarla por alto.


Calificación: *****

Pregúntenle a cualquier fan de la animación japonesa que haya navegado un poquito fuera de lo estrictamente comercial, y de seguro les dirá lo mismo: que Satoshi Kon es un genio, que sus ideas son extraordinariamente originales, que las imágenes de sus producciones son bellísimas y muy, muy simbólicas... Por diversas experiencias de la vida, he aprendido a desconfiar de cualquiera a quien se le aplique el calificativo de genial; y es porque, una de dos: o es un fraude, o va muy, muy en serio; y el genio puro, perdonarán la comparación, es como una droga sin refinar y puede ser horriblemente tóxico. El genio de Kon, sin embargo, está mezclado con los ingredientes más finos que uno puede destilarle al espíritu humano: la bondad, la compasión, la empatía. El resultado es que sus obras son como un ungüento delicado hecho a base de materiales peligrosos que uno puede aplicar por igual en la marca de una bofetada o en un corazón roto. Y en todos los casos, con alivio seguro.

Me llamó la atención que en el canal Animax están repitiendo desde hace un par de semanas mi cinta favorita de Kon, que, da la casualidad, es también una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Los padrinos de Tokio. No sólo eso, sino que además la están dando doblada al español (se las arreglaron bien con la adaptación, puesto que en la película original hay partes que están en esta lengua); el doblaje es mexicano y bastante bueno, a diferencia de la baja calidad que nuestro país ha padecido en esta disciplina durante los últimos años.

Este doblaje es la novedad; no la película en sí, que en México ya ha estado disponible a la venta bajo el no muy adecuado título Héroes al rescate, junto con otras del director, como Paprika y Perfect Blue, desde hace algunos años.

Doblada o no, Tokyo Godfathers es una de las poquísimas cintas que no sólo me atrevería a recomendarle a todo el mundo, sino que insistiría, además, que se viera a toda costa. Si fuera posible, en la época de Navidad. Aún falta mucho para ello, pero en fin... veamos un poco de la trama.

La noche del 24 de diciembre, tres indigentes encuentran una bebita abandonada en un basurero de Tokio. Aunque el hecho no puede sino traer más dificultades a su ya problemática existencia, deciden quedarse con la niña y buscar a los padres por su cuenta. Lo que no se imaginan es que ese hallazgo va a desatar una serie de aparentes casualidades que, entre Nochebuena y Año Nuevo, provocarán cambios radicales en su vida.

Estos tres indigentes (Hana, una ex drag-queen que siempre ha soñado con tener un hijo propio; Gin, antaño un hombre rico que perdió fortuna y familia por deudas de juego; y Miyuki, una adolescente que ha huído de casa) tienen sendas historias que contar de antes que se quedaran en la calle; para volver a quienes son realmente tendrán mucho que perdonar (y perdonarse). Pero a veces, para cruzar un camino de penurias, lo único que se necesita es un buen salto de bondad.

Lo más fenomenal de Tokyo Godfathers, además de su animación bien lograda, su excelente música y grandes actuaciones, es su guión, tan redondo, pulido y translúcido como una esfera de cuarzo (los diamantes cortados tienen ángulos y bordes; a esto no se le puede hallar uno solo). Cada detalle de la película cuenta; cada palabra que se dice o cada movimiento que puede apreciarse traza un camino sin tropiezos hasta el final, que de todas formas no deja de sorprender. Lo mejor de todo: la cinta deja un sabor de boca cálido y agradable, y una tibieza en las tripas que cada vez se va haciendo más rara de hallar en el cine contemporáneo.

Si cuentan con el canal Animax, pónganse atentos a las repeticiones. Si no, dénse un plazo de aquí a diciembre para irla localizando en algún videoclub cercano.

Recomendaciones: Ok, esta película no es para niños pequeños, pero cualquier mayor de 12 años la puede disfrutar. Resulta especialmente buena para cuando uno trae el ánimo por el piso.

Abstenerse: ¿La verdad? Si están muertos. Nada más.

lunes, junio 09, 2008

Refrescar el cuero cabelludo

Perdonarán los fans, pero no se me ocurrió mejor modelo para este remedio casero (la ilustración está medio chafita porque es de los tiempos que apenas estaba aprendiendo a usar el Photoshop); imagínense nada más: pasar por pérdida de amigos, repentino ataque de mamitis, más de tres tornillos botados de golpe, propósito de destruír el mundo... y todo sin un cabello fuera de lugar. Según el videojuego Crisis Core, el hermoso pelo de este señor huele, entre otros aromas, a vainilla y rosas. A eso agregaremos la manzana.

¿Efectos del estrés en el cuero cabelludo? A todos nos ha pasado, y los síntomas son bien reconocibles. Sudamos más, los nervios hacen que nos llevemos más las manos en la cabeza, la tensión parece estimular las glándulas sebáceas. Y entonces el pelo queda opaco y apelmazado. Pero esto se puede solucionar de una manera sencilla con un tratamiento de vinagre de manzana.

Sólo hay que mezclar, de preferencia durante el baño, una cucharada de este vinagre con una taza de agua (puede ser de la misma ducha), y enjuagarse el pelo con esta solución después de habérselo lavado con shampoo (y, para quienes tienen el pelo largo, antes del acondicionador). Después, hay que darse un último enjuague con agua fría, y listo: el cuero cabelludo se siente más limpio y fresco, y el pelo se ve mucho más brillante.

jueves, junio 05, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 7



7. La guerra desde el closet


Ahora, retrocedamos un poco en la historia.

Probablemente lo que les voy a contar suene a la época de las cavernas, tan cambiado que está el mundo ahorita y tan rápido que los humanos nos acostumbramos a los cambios, pero imagínense en el tiempo donde no existía el acceso a la información rápida y la que se podía hallar en las enciclopedias tenía varios años de antigüedad. El (entonces) único libro póstumo de Tolkien, El Silmarillion, se me fue a aparecer en aquella época.

Aunque ustedes no lo crean, la primera vez que vi un ejemplar fue por televisión. Antes en México teníamos acceso a muy pocos canales, repartidos entre dos compañías: Televisa y la por aquellos tiempos transmisora de gobierno, que cuando yo era muy niña se llamaba TRM (las siglas cambiaron su significado de Televisión Rural de México a Televisión de la República Mexicana, creo que para no excluír a su público en las ciudades), en la época que les estoy contando Imevisión, y en la actualidad TV Azteca.

Imevisión tenía un programa semanal de concurso (antes, esta clase de entretenimiento valía la pena) que se llamaba “Forjadores de Nuestra Historia”, en el que chicos de secundaria y preparatoria ponían a prueba sus conocimientos sobre próceres mexicanos. La entrada del programa tenía música de uno de los discos de Fresh Aire, y la conductora era una muchacha muy guapa y muy seria, pero por desgracia no recuerdo su nombre, ni he podido hallar más información; tendrán que confiar en mí para lo que sigue.

Los ganadores del concurso se iban a su casa cargados de premios en libros... entre esos libros, probablemente todavía en la edición pirata de editorial Hermes, El Señor de los Anillos, El Hobbit y un tomo negro y grueso del que sólo era visible el lomo y que tenía ahí escríto un título un tanto difícil de leer en los dos segundos que lo enfocaban: ¿El Si... qué? ¿Sila qué...?

No me perdía el programa nomás por dos cosas: echarle vistazos al libro ése y observar la reacción de la conductora al entregar los premios al final. La chica decía algo así como “les vamos a entregar una colección de libros de autores tan importantes como Tolkien, Fulano de Tal, Mengano...”. Siempre ponía a Tolkien por delante, lo mencionaba con tanta naturalidad como si el nombre fuera igual de reconocible que Shakespeare, y parecía paladear la palabra cada vez que la pronunciaba. Bueno, a decir verdad, a mí también me vibraban los oídos de gusto al escuchar el apellido de mi autor favorito en tele.

Algo parecido a lo que ocurría en “Forjadores” me llevó también a hacerme lectora asidua de una publicación ahora extinta llamada Claudia, una de las poquísimas revistas para señoras que he visto que no se entretenía en frivolidades. La revista Claudia, impresa un cuarto en couché y el resto en papel revolución (como entonces se acostumbraba, para que las revistas fueran más gorditas e incluyeran más material de lectura), tenía sus secciones de moda y belleza, una de cocina, otra de tejido y costura, y una muy extensa de cultura, que abarcaba columnas de música, cine, libros, teatro y televisión. Lo demás se rellenaba con artículos especiales de temas muy diversos: alguna vez fue la historia del comic en México; otra, el barrio de Tepito; en cierta ocasión se dedicaron a despedazar la Epístola de Melchor Ocampo, un texto espantoso que antes se acostumbraba leer en las ceremonias de matrimonio en mi país; en una más, entrevistaron a Jean Chalopin, el creador del Inspector Gadget. Yo no comencé a comprarla sino hasta que una amiga de la prepa me mostró uno de esos artículos que trataba, nada más y nada menos, que del género literario de la Fantasía Heroica.

El autor de este artículo (espero no equivocarme; creo que era Germán Rodríguez Sosa) hacía una historia muy breve pero acertada del nacimiento de este género en el siglo XX, y, junto a Tolkien, mencionaba al norteamericano Robert E. Howard como padre del mismo. Por ahí flotaban los nombres de los precursores: Cabell, Eddisson, Dunsany; y los de quienes sigueron: Leiber, LeGuin, Alexander, Beagle, Moorcock; todos quedaron debidamente registrados en mi wishlist de lecturas. Y el siguiente mes, me lancé a comprar la revista, esperando que el fenómeno se repitiera.

No fue así; jamás hubo otro artículo sobre la Fantasía, pero no puedo decir que quedé decepcionada; la Claudia era muy interesante, y no creo que haya muchas de estas revistas de señoras que puedan presumir haber albergado alguna vez líneas de escritores de la talla de Octavio Paz y Vicente Leñero, entre otros. Pero lo mejor de todo fueron las múltiples ocasiones en las que pude confirmar mi morbosa sospecha de que una muy buena parte de los colaboradores de planta en Claudia eran devotos admiradores de Tolkien.

¿Cómo reconocería uno a un pre-tolkiendili a finales de los ochenta? Facilísimo: siempre intentaban esconder el pasatiempo. Estaban (ejem... ¿estábamos...?) convencidos de la importancia de su autor favorito, pero no muy dispuestos que digamos a reconocerlo delante de todo el mundo. Los diccionarios y las enciclopedias no mencionaban a Tolkien, pero ellos lo harían, como si fuera por casualidad y el asunto más natural del mundo. En la revista Claudia había ejemplos divertidísimos. Como citas (aproximadas, tengan en cuenta), recuerdo dos: uno en un artículo de modas (?): “...diademas brillantes, como la dama Galadriel del Señor de los Anillos”; y otro en un especial del día del niño: “...¿y no fueron los hobbits, con una inocencia comparable tan sólo a la de los niños, quienes derrotaron al Señor Oscuro...?” .

Je, je, je... así estábamos. Todos esperando que alguien preguntara: ¿quién es Tolkien? ¿Qué es El Señor de los Anillos?, para poder darle rienda suelta a la afición. Queríamos a Tolkien hasta en la sopa y queríamos tomar sopa todos los días.

Algo de la fantasía y Tolkien, aunque fuera en relación de tercero o cuarto grado, se podía encontrar si uno buscaba con cuidado. Ya que estamos hablando de Imevisión, por ejemplo, durante los ochenta comencé a ver de principio a fin las repeticiones de un programa para niños, “Érase que se era”, producido y dirigido por Enrique Alonso “Cachirulo”, un genio del teatro en México. En este programa, que combinaba una producción de muy, muy bajo presupuesto con actores de primerísima calidad (muchos de ellos nacidos y crecidos en el teatro), se representaban historias basadas en los cuentos de hadas, muchas veces con un toque contemporáneo que hermanaba al asunto con la fantasía moderna y me hacía pensar que los guionistas también tenían sus oscuros secretitos. Como no había dinero para música original, se reciclaban temas de películas y otras fuentes (la entrada del programa era la del musical de Brodway Camelot). En varias ocasiones se utilizó el muy reconocible soundtrack de la película de Bakshi El Señor de los Anillos, obra de Leonard Rosenman.

Los libros de ESDLA se abrieron paso inclusive hasta la diminuta biblioteca de mi escuela horrible, y no precisamente por mérito mío. La responsable fue mi hermana (ajá, la que leyó los libros antes que yo) en una conversación que tuvo con el director de mi prepa.

El director era un tipo joven, oriundo del norte del país, y, la verdad, un poco raro. Una vez que me citó en su oficina me lo encontré contemplando una fotografía con ojos llenos de amor; me acerqué para espiar y vi que la foto era de una especie de fábrica con varias chimeneas llenas de humo y tubos que arrojaban agua contaminada a un río. “¿No te parece que todo debería ser así?”, me susurró el director con voz de borreguito tierno. Y hablaba muy en serio.

Bien, pues en una vez que platicaba con mi hermana, otra fan de Tolkien que saltaba al tema a la menor provocación, este joven intentó demostrarle que no era ajeno al campo de la fantasía. Para ello, habló de su entonces película favorita, Leyenda, de Ridley Scott.

- Esa es una película - dijo - que todos los niños deberían ver.

- ¿Por qué? - le preguntó mi hermana.

- Pues porque tiene final feliz y nadie se muere.

(Es cierto; en la ultraconvencional, ultra- floritureada Leyenda, las acciones no tienen consecuencias, los personajes que se mueren reviven y los que caen en alguna situación peligrosa se salvan de milagro; incluso la mejor solución para terminar con el mal y de paso ahorrar metraje es repetir las primeras tomas con el guardabosques élfico representado por Tom Cruise y concluír que “aquí no ha pasado nada, señores”. Como no fuera para aprovechar los unicornios que en ese entonces no pudo sacar en Blade Runner, no sé en qué rayos estaría pensando Ridley Scott).

- No - le contestó entonces mi hermana -. El Señor de los Anillos sí es un libro que todos los niños deberían leer.

- ¿Por qué?

- Porque no tiene final feliz y se muere mucha gente.

Mi hermana procedió entonces a ahogar el recién nacido discurso del director sobre que si los pobres niños se traumarían con argumentos tan convincentes, que apenas un par de meses después el director ordenó la compra de dos ejemplares completos de ESDLA para la biblioteca. Los colocaron en la sección de Filosofía (lo que sucede es que en esa biblioteca no había sección de literatura, y los pocos libros que no eran otra cosa estaban colocados aquí y allá en los sitios más inverosímiles), y, si nadie se los ha robado, ahí deben seguir. Durante un año y medio apenas los sacaron dos veces; ya entrados los noventa, cuando me asomé por allá a expurgar algunos últimos fantasmas y verificar el rumor que me habían soplado por ahí sobre que al Gran Ojo le estaban saliendo cataratas (y que, tristemente, habían talado mi árbol favorito), los encontré ya un poco maltratados y con la tarjeta llena de múltiples lecturas. Muy buena señal.

La conductora de “Forjadores”, los colaboradores de Claudia, los trabajadores de “Cachirulo”, tal vez él mismo; mi hermana, yo, mucha gente de la que nunca llegué a saber, teníamos un par de puntos en común: amábamos profundamente El Señor de los Anillos, y a nuestra manera peleábamos por él, porque se diera a conocer, porque se volviera el pan de cada día para más, y más personas. Pero en los ochenta, preferíamos hacerlo desde la oscuridad. Cada quien, encerrado en su propio closet donde nadie más podía entrar, observaba el universo y hacía señales de humo con cerillos. Asomábamos la nariz, y aprovechábamos cualquier oportunidad de salir, pero regresábamos y echábamos el cerrojo a la menor señal de peligro. Y así, todos los días, todos los años. Bueno...

Continuará...

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